lunes, 19 de julio de 2010

Lo peor de nosotros

Se suele decir que “pensando en caliente” no hay que tomar decisiones, que muchas veces decimos cosas que estando más tranquilos no diríamos y hasta que por momentos se llega a “perder la cabeza”. Desde hace un buen tiempo a esta parte la opinión pública se ha dado el tiempo para debatir temas claves, estructurales, que dispararon reacciones viscerales muy pasionales y, fiel a nuestro fanatismo por el fútbol, se asemejaron más a idas y vueltas entre hinchadas rivales que a discusiones serias sobre temas serios.

El pasado 15 de julio el Senado de la Nación aprobó un Proyecto de Ley que le permite a las minorías sexuales casarse y obtener los mismos derechos que el matrimonio le concedía, hasta el momento, únicamente a las parejas heterosexuales. Con 33 votos a favor, 27 en contra y 3 abstenciones, la votación fue un poco más holgada de lo que se pensaba, incluso contando con el apoyo de duros opositores al gobierno como los radicales Gerardo Morales y Ernesto Sanz. Pero el debate, la pelea política por aprobar la ley o rechazarla, tuvo semanas “calientes” desde que la Cámara de Diputados dio un dictamen favorable.

Lo peor de nosotros salió, una vez más, en forma de discursos enérgicos, violentos, discriminadores. Y lo que debía ser un debate sobre los derechos civiles se vio de repente trastocado por reflexiones de otro orden, del orden de las creencias, que develaron un grave problema de nuestros políticos: el no separar los tantos.


Cuando la Cruz no deja ver el bosque

Sumamente creyente y una de las referentes de la oposición nacional, la diputada Elisa Carrió (Coalición Cívica) dejó en claro su deambular entre la discusión sobre la ciudadanía (además es abogada) y sus convicciones religiosas. El punto central de su abstención fue precisamente su creencia religiosa: “…yo voto como cristiana, no puedo separar, porque no puedo ir al Santísimo por la mañana y acá a la noche decir otra cosa”. Ahora bien, la pregunta sería en todo caso: quienes votaron a Carrió, ¿votaron a una dirigente pública comprometida y con propuestas concretas o a una cristiana?


Y el terreno empieza a volverse escabroso, es verdad, porque uno comienza a meterse en las creencias, que son sumamente legítimas y nadie tiene porqué atacarlas. Pero un funcionario público quizás debería poder dirimir entre lo privado y lo público, para no cometer injusticias.

Los discursos opositores a la modificación de la Ley de Matrimonio, no solamente los pronunciados en la sesión, sino todos los puestos en escena durante estos días, estuvieron en su mayoría atravesados por los dogmas católicos, pero a su vez cargados de mucha violencia. En la jornada previa, por ejemplo, hubo una marcha multitudinaria en la Plaza de los Dos Congresos en “defensa de la Familia” en la que se esgrimía que la “normalidad” es que haya un padre y una madre. Lo que se afirmaba en esas posiciones era que Dios dispuso al hombre y a la mujer para procrear y mantener la especie, y que la homosexualidad es una enfermedad que va contra esa voluntad divina.

Ocurre allí una naturalización que merecer ser puesta en crisis. Se da por hecho, por inamovible, que las creencias católicas son leyes que rigen al ser humano desde siempre y que cualquier intento de modificación es una maniobra del “Padre de la Mentira” (Bergoglio dixit). En cualquier caso, habría que hacer un alto y repasar un poco la historia para comprender de dónde viene esa fuerte matriz católica en nuestra cultura.


Disputando el espacio público

Antes de la invasión española ocurrida desde 1492, los pueblos originarios de nuestro continente tenían sus propias creencias y prácticas referidas a la sexualidad. Había grupos donde se podían presenciar conductas que hoy en día catalogaríamos de “homosexuales”, “trasvestidas”, “incestuosas”, etc., pero que no tenían la carga negativa con la que hoy pesan. Es que en ese peso actual tiene mucho que ver la tradición judeo-cristiana que acompañó al etnocidio hispano-portugués en nuestras tierras.

Luego, desde el momento mismo de la llamada “Revolución de Mayo” en 1810, la Iglesia Católica se erigió en un factor de disputa del poder público y hasta el día de hoy se mantiene en ese espacio, en connivencia muchas veces con los sectores oligárquicos de nuestro país. Estos procesos se pueden encontrar mucho más ampliados en el libro “Pecar como Dios manda” de Federico Andahazi o en los textos de Felipe Pigna, Jorge Lanata, etc.

Es, por lo tanto, un discurso que se ha construido como hegemónico y por ello está presente siempre en la calle, en los medios masivos de comunicación e incluso en nuestros políticos. Pero lo cierto es que habría que re-pensar la inferencia de estos dogmas en la vida democrática de las/os argentinos.

Una Democracia secular

Que quede claro, por cierto. No es mi intención atacar las creencias católicas, puesto que son muy personales, tienen que ver con la fe y nadie es quien para juzgar al otro por lo que piensa. Pero sí me parece pertinente dar cuenta del lugar que ocupa esa institución en el campo de la política y dejar de naturalizarla. Y al mismo tiempo ver cómo las conductas de la Iglesia muchas veces destruyeron a nuestro país (mientras los padres Mugica, Angelleli, etc. daban su vida por los más pobres, la cúpula eclesiástica se codeaba con las dictaduras, unas tras otra).


Entonces, así como muchas veces les reclamamos a nuestros funcionarios que gobiernen para el bien colectivo y no atendiendo, por ejemplo, a sus intereses comerciales; me parece lógico, justo y sensato en estos casos pedirles que legislen para la sociedad y no para sí. El problema, en este caso, es que votando en contra se le estaban negando derechos legítimos a minorías argentinas.


Se dirá que fue una medida más del gobierno para pelearse con la Iglesia. Lo cual es parcialmente cierto porque en ambas cámaras no sólo votaron a favor legisladores del oficialismo, sino también del socialismo, la Coalición Cívica, el radicalismo, etc.

Se dirá que se hizo a las apuradas y que no tuvo el debate necesario. Pues bien, vasta con recorrer la trayectoria de las organizaciones que hace décadas pelean por los derechos de las minorías sexuales para ver que aquella afirmación es incorrecta.

Se dirán tantas, tantas cosas, muchas de ellas matizadas por la “calentura del momento”. Será cuestión, entonces, de dejar pasar el tiempo, re-pensar un poco y darse cuenta que la modificación de la ley ha sido uno de los paso más importantes de nuestro país en los últimos tiempos para promover una sociedad más equitativa, igualitaria e inclusiva. Una gran noticia, sin lugar a dudas.