El cuarto día del nuevo año nos preparó una noticia agria, amarga, que cuesta digerir. El 4 de enero, finalmente, se nos fue Sandro. El cigarrillo sumó otra víctima más, demostrando ser un veneno eficaz. Lo primero que sale, lo que uno tiende a pensar es: la música popular argentina ha de estar de luto. Y así es.
Pero, ¿qué es esto de la música popular? ¿por qué las pantallas de la televisión se visten con la cinta negra del luto y nos recuerdan, permanentemente, la pérdida del Gitano? Como primera medida, está claro, el morbo vende, y qué mejor que la muerte de un ídolo popular para atraer la atención del público. Sí, así de cínico como suena. Pero después está lo otro, lo que, creo, es en verdad lo que movilizó a periodistas, artistas, conductores, etc. a participar de esta despedida televisada de Roberto Sánchez. Es la memoria del artista popular.
Un ídolo popular, quizás, sea aquel del cual oímos hablar en casa, en un almuerzo familiar o en alguna tarde de mate. Y no necesariamente porque es el centro de la charla, basta con intentar hacer un chiste: “Dale, no te hagas el galán, ¿quién te creés que sos, Sandro?” Y ya está. El artista popular es aquel que logra llegar a todos lados, a los almacenes de barrio, a las terminales, a los kioscos, a los countries, a las discográficas. Donde sea, todos saben quién es Sandro.
Y él se lo ganó. Primero, siendo uno de los impulsores de la llegada del rock a la Argentina. “Sandro y los de fuego” fue un grupo al que escucharon con entusiasmo tipos como Charly García, Moris o Litto Nebbia. Y claro, ¡si a Sandro le encantaba Elvis! Cómo iba a quedarse afuera del surgimiento de un nuevo movimiento. Y, tras cuarenta años, el rock nacional también ha pasado a ser una música popular. Porque aquellos chicos hoy son nuestros adultos y porque el rock supo contar nuestra historia con elementos de nuestra historia. Pocos podrán, por caso, discutir ciertos rasgos tangueros en Los Gatos, el candombe y la cumbia de Bersuit o el foclore de León Greco. Y a todo eso, contribuyó el Gitano en sus inicios.
Pero no fue todo rock. De repente, supo que su voz grave, temblorosamente romántica, era un arma letal con las mujeres y se lanzó a la balada. Y las enamoró. Sin faltarles el respeto, con una poesía de barrio porteño y con una sonrisa latente, Roberto Sánchez pasó a ser Sandro de América. Es que, como alguna vez dijo: “A cualquier mujer le gusta una caricia”.
Y siempre fue sencillo. No necesitó de escándalos mediáticos, no paseó su fortuna por todos los canales de televisión, no se autoproclamó “famoso”. En absoluto. En una entrevista televisiva le preguntaron la clave de su éxito y respondió: “¿La clave del éxito? Si la tuviera, tendría 6 pozos de petróleo, ¿se da cuenta?”. Así nomás. Sin excentricidades, con simpatía, sin pedantería.
Así fue Sandro. No a todos le gusta su música, pero todos saben de él y, probablemente, lo respetan. Del rock a la balada, de la tele al cine. Los espacios de expresión popular vieron alguna vez a ese sujeto sonriente meneándose alocadamente. Se estaba divirtiendo. Porque algo es seguro. Tal como nos había advertido, perdió la vida, pero mientras vivió, no se la perdió ni un minuto.
Pero, ¿qué es esto de la música popular? ¿por qué las pantallas de la televisión se visten con la cinta negra del luto y nos recuerdan, permanentemente, la pérdida del Gitano? Como primera medida, está claro, el morbo vende, y qué mejor que la muerte de un ídolo popular para atraer la atención del público. Sí, así de cínico como suena. Pero después está lo otro, lo que, creo, es en verdad lo que movilizó a periodistas, artistas, conductores, etc. a participar de esta despedida televisada de Roberto Sánchez. Es la memoria del artista popular.
Un ídolo popular, quizás, sea aquel del cual oímos hablar en casa, en un almuerzo familiar o en alguna tarde de mate. Y no necesariamente porque es el centro de la charla, basta con intentar hacer un chiste: “Dale, no te hagas el galán, ¿quién te creés que sos, Sandro?” Y ya está. El artista popular es aquel que logra llegar a todos lados, a los almacenes de barrio, a las terminales, a los kioscos, a los countries, a las discográficas. Donde sea, todos saben quién es Sandro.
Y él se lo ganó. Primero, siendo uno de los impulsores de la llegada del rock a la Argentina. “Sandro y los de fuego” fue un grupo al que escucharon con entusiasmo tipos como Charly García, Moris o Litto Nebbia. Y claro, ¡si a Sandro le encantaba Elvis! Cómo iba a quedarse afuera del surgimiento de un nuevo movimiento. Y, tras cuarenta años, el rock nacional también ha pasado a ser una música popular. Porque aquellos chicos hoy son nuestros adultos y porque el rock supo contar nuestra historia con elementos de nuestra historia. Pocos podrán, por caso, discutir ciertos rasgos tangueros en Los Gatos, el candombe y la cumbia de Bersuit o el foclore de León Greco. Y a todo eso, contribuyó el Gitano en sus inicios.
Pero no fue todo rock. De repente, supo que su voz grave, temblorosamente romántica, era un arma letal con las mujeres y se lanzó a la balada. Y las enamoró. Sin faltarles el respeto, con una poesía de barrio porteño y con una sonrisa latente, Roberto Sánchez pasó a ser Sandro de América. Es que, como alguna vez dijo: “A cualquier mujer le gusta una caricia”.
Y siempre fue sencillo. No necesitó de escándalos mediáticos, no paseó su fortuna por todos los canales de televisión, no se autoproclamó “famoso”. En absoluto. En una entrevista televisiva le preguntaron la clave de su éxito y respondió: “¿La clave del éxito? Si la tuviera, tendría 6 pozos de petróleo, ¿se da cuenta?”. Así nomás. Sin excentricidades, con simpatía, sin pedantería.
Así fue Sandro. No a todos le gusta su música, pero todos saben de él y, probablemente, lo respetan. Del rock a la balada, de la tele al cine. Los espacios de expresión popular vieron alguna vez a ese sujeto sonriente meneándose alocadamente. Se estaba divirtiendo. Porque algo es seguro. Tal como nos había advertido, perdió la vida, pero mientras vivió, no se la perdió ni un minuto.