martes, 20 de abril de 2010

Cuando el periodismo también fue literatura

El Análisis del Discurso en general es una actividad atractiva o, por lo menos, me despierta mucha curiosidad. Puede ser por mi gusto por la lectura y la escritura, quizás lo sea por los textos sobre los cuáles trabajamos, lo cierto es que la primera impresión ante esta actividad no es el rechazo, sino más bien todo lo contrario. Se me ocurre, al mismo tiempo, que es una de las disciplinas lingüísticas que en su práctica requiere una labor tan exhaustiva como, por ejemplo, la de los matemáticos. Para analizar cualquier discurso hay que ser meticuloso, profundo, ingenioso, perspicaz. Hay que pasar, y he aquí la relación con la matemática, horas y horas frente a un mismo corpus para desenmarañarlo, deconstruirlo, disparar sus sentidos. Un estudiante del Profesorado en Matemática puede estar toda la madrugada resolviendo un ejercicio, pues bien, un estudiante de Comunicación Social o Letras puede estar ese mismo tiempo tratando de descifrar, por ejemplo, un breve texto de Humberto Eco. Y al mismo tiempo, ese esfuerzo se conjuga con un proceso semiótico constante, en todo momento es la interpretación de los signos la que nos insta a pensar, escribir, leer, reescribir.


En este contexto, Rodolfo Walsh aparece como un excelente pretexto para comenzar a hacer Análisis del Discurso. Por varias razones. La primera, es que para entenderlo deberíamos conocer algo de su historia, de sus trabajos y de su militancia. De otra forma, perdería peso simbólico el título “Carnaval caté”, ya que no es sólo una simpática combinación de palabras, sino también el correlato ideológico de su obra, es una expresión más de su agudo análisis sobre la burguesía argentina y sus componentes. Se dijo que el discurso es un discurrir. Pues bien, sus textos discurren desde Operación Masacre, El Caso Satanowski, etc. hacia estas dos piezas escritas en el Litoral. Y ahí está el diálogo del que nos habla Bajtín, porque Walsh no sólo dialoga consigo mismo, con sus anteriores trabajos, sino también con otros discursos opuestos al suyo. Los ricos, se sabe, siempre tuvieron diarios y radios donde contar su verdad, por lo tanto, Walsh intentó hacer que los pobres hablaran un poco. Pero la riqueza de este autor no acaba en su compromiso por los humildes, sino más bien comienza ahí. Su escritura es magistral, sus textos son deliciosos. Dueño de una capacidad de relato atrapante, claro, directo, nos ofrece al mismo tiempo unas crónicas literarias que dan ganas de ser leídas y, a la vez, unas crónicas periodísticas serias, respaldadas por datos, crudos y determinantes.


Porque su lectura se da en dos procesos, la respuesta al enunciado ocurre en dos instancias. La primera se lleva a cabo en el mismo momento de la lectura, allí se produce el disfrute, el gozo ante lo escrito. Luego, al finalizar, viene la reflexión, la profunda reflexión: ¿qué valores éticos permiten que una fiesta de carnaval ocurra al mismo tiempo que vastos territorios están siendo inundados? ¿qué está fallando para que se continúe con prácticas opresivas de antaño, del tiempo de los mensúes, hoy en día? Ese es quizás el gran mérito de Walsh, el envase y el contenido son estupendos, escribe muy bien, pero lo que escribe tan bien está muy bien trabajado. Ese es el motivo por el cual podemos leer “Operación Masacre” como una intrigante novela policial o como el horroroso eco de una de las tantas etapas oscuras de nuestra historia.


Rodolfo Walsh hizo estallar los géneros. Porque hizo periodismo, pero como si fuera un escritor de ficción. Sus crónicas son ensayos, sus noticias son cuentos, pero no por eso dejan de ser crónicas y noticias. En términos de Maingueneau, él propone una escenografía específica, literaria, desde donde se construye el enunciado por el que desanda los caminos de la investigación, la descripción etnográfica, el periodismo y todas sus herramientas. El buen periodismo, digamos. ¿Qué escenografía propone? Ya lo señalamos: un cuento o un ensayo. Uno se sienta a leer “¿Quién mató a Rosendo?” preparado para encontrarse con una novela policial cuya trama, suponemos, nos llevará a develar los misterios de un asesinato. Efectivamente es así, pero bien podríamos decir, continuando con Maingueneau, que el texto se adecua al género discursivo crónica policial, pues Walsh relata detalladamente las aristas de un crimen relacionado con la política gremial en un clima violento y convulsionado en Argentina. Crónica de un momento, matizada con los colores de la literatura.


Volviendo a Bajtín, los enunciados del escritor argentino están llenos de voces. Voces ajenas que, en su mayoría, aparecen directamente. Walsh es capaz de interrumpir su relato para trasladarnos súbitamente al galpón de una comparsa correntina o un obraje en medio del monte misionero, describiendo situaciones a través de los diálogos. Él habla a través de ellos. Estas voces son al mismo tiempo recurso retórico y periodístico. Grandes cuentos de nuestra literatura están escritos en base a diálogos (Fontanarrosa, por citar un autor). A la vez, estas expresiones ajenas pueden tranquilamente aparecer en el marco de una entrevista (y probablemente de allí provengan). Es así que el análisis discursivo sobre este punto nos permite encontrar otro elemento más para sostener que Walsh es un buen comienzo para esta actividad.


Todo es discurso. Ésta parece una generalización vaga, ambigua, que termina por indefinir la palabra discurso. Sin embargo, nuestras vidas se desarrollan en procesos discursivos diversos, contradictorios. Por lo tanto, hacer AD es también una manera más de intentar entendernos. En definitiva, la comunicación está presente a cada paso que damos. Nos expresamos a través de enunciados. De esta forma, es razonable pensar en comprendernos a partir de analizarlos. Como Walsh, como las voces que aparecen en Walsh, todos necesitamos decir algo. Y lo hacemos, sin dudas.

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