Me cuesta escribir esto, desde ya se los digo. Todavía no pasó un mes y todavía tengo la imagen de Carlos tendido en el suelo con la sangre saliendo de su cabeza, ¡horroroso! No creo que lo pueda superar en mucho tiempo, incluso en toda mi vida.
Mi nombre es Mariano Gutiérrez y soy profesor de Matemática en la Escuela Nº 3 de Neuquén. A Carlos Fuentealba lo conocí a fines de los ‘80 cuando empecé a meterme más a fondo en la lucha docente, en ese momento él era uno de los referentes del gremio, bah, en realidad siempre fue un referente. Pero Carlos no era como esos que hacen política nada más, en absoluto. Fuentealba era un tipazo, siempre estaba de buen humor por más que las negociaciones de más de un año con el gobierno no habían servido para nada y rara vez se negó a escuchar a algún maestro. Recuerdo haber tomado innumerables mates con él en su casa, en la mía o en la escuela, nos encantaba charlar horas y horas de muchas cosas, no sólo de la lucha docente, y por supuesto que pasamos largas noches debatiendo de matemática y química, nuestras respectivas pasiones. Una vez charlando en la cocina de mi casa me dijo una frase que jamás voy a olvidar. Cuando le pregunté por qué él siempre estaba con buen semblante en las manifestaciones a pesar de que nunca nos daban ni la hora, me contestó: “Mirá Mariano, cuando nosotros estamos manifestándonos, de fondo se escucha el canto de los pájaros en los árboles de la plaza. Esa es una buena señal. El día que los pájaros no canten, voy a estar realmente preocupado”. En ese momento no la entendí y hasta me pareció una explicación bastante superficial, pero ahora le doy la razón.
Bueno, vamos al grano. El miércoles 4 de abril me levanté temprano, tipo 5.30. No podía dormir, estaba muy ansioso y sentía un cosquilleo en la panza que me preocupaba, por primera vez en años tenía una poco de temor por lo que podría pasar en la manifestación. A eso de las 10 me reuní con un grupo de docentes en la escuela y de ahí salimos para la ruta 22, la íbamos a cortar como tantas otras veces. Llegamos a las 10.30, lo recuerdo bien. Éramos un gran número de personas con carteles, pancartas, bombos y demás, muchos teníamos puestos nuestros guardapolvos y otros remeras con la cara del Che Guevara, Teresa Rodríguez y demás. Carlos ya estaba, había sido uno de los primeros en llegar y en ese momento no paraban de llamarlo al celular, él también parecía un tanto intranquilo, se movía de un lado al otro y de vez en cuando su mirada se perdía en el horizonte como buscando la respuesta a una pregunta de su alma. Todo parecía salir bien, pasamos el mediodía y la siesta tranquilos y la manifestación daba la sensación de haber servido para algo. Pero de repente alguien dijo algo que me va a quedar grabado en la memoria por lo que vino después:-“Che, ¡qué raro! Hoy no se escuchó a ningún pájaro, estarán durmiendo después de la comilona de Semana Santa seguro”. Todos nos reímos, fue la última alegría del mes. Unos minutos después vimos venir a la policía, unos sujetaban armas de gases lacrimógenos, otros palos y algunos conducían camiones hidrantes. Parecían un grupo de buitres que se acercaban a nosotros con sus trajes azul oscuro, sus cascos herméticamente confeccionados y ese paso uniforme y lento que al tocar la calle devuelve un sonido seco y amenazante. La verdad que no era la primera vez que veía eso, pero tuve miedo. Empezaron a pegarnos, a gritarnos y a echarnos como ratas del lugar, nos desbandábamos de un lado al otro intentando eludirlos pero era muy difícil, parecía que brotaban desde el infierno y a cada paso que dábamos allí estaban ellos con esa mirada penetrante, esa voz grave y esa mano fría que no escatima fuerzas a la hora de acatar la orden. Entre los docentes ya se corría la voz de que Sobisch nos había mandado a reprimir, cosa que era muy probable. Junto con otros tres maestros nos subimos al auto de Julio Copdevilla, un profesor de Música, y comenzamos a irnos cuando por el espejito retrovisor vi una imagen que mi hizo pegar un alarido tal que aún hoy me sigue dando escalofríos cada vez que lo recuerdo. Observé que un policía había disparado una granada de gas lacrimógeno contra el auto que venía atrás, que se había detenido y que de él bajaban a alguien herido mientras se amontonaba la gente alrededor. Obviamente estacionamos el coche y fuimos a ver qué había pasado, en ese momento presencié la escena más dolorosa de toda mi vida. Era él, Carlos, el que estaba tirado en el suelo inconciente y con la cara rota por culpa de ese milico asesino, yo no lo podía creer. Su cuerpo se encontraba quieto en el asfalto como si el impacto lo hubiese transformado en una estatua, de su cabeza corría ese líquido rojo y oscuro que ha sido testigo infaltable de las más crueles catástrofes humanas y que aparece de vez en cuando para recordarnos que la vida es como el canto de la calandria: en algún momento se apaga. A Carlos lo llevamos rápido a una clínica y junto con varios compañeros más nos quedamos toda la noche esperando las noticias de los médicos, pero era palpable: sólo un milagro lo iba a salvar.
A la tarde de ese jueves 5 de abril salí a la puerta de la clínica para tomar aire fresco y fumarme un pucho, no había podido pegar un ojo y los nervios se habían apoderado de mi cuerpo con la fuerza de un tornado. Me puse el cigarrillo en la boca y cuando estaba a punto de encenderlo percibí algo que me produjo un dolor intenso en el pecho. Oí atentamente y no pude escuchar a ningún pájaro, ¡a ninguno!, como si se hubiesen ido de la ciudad para no presenciar la tragedia. Las ramas de los árboles estaban inmóviles, sus hojas permanecían aferradas a ellas con miedo a caer en el desgraciado cemento de la ruta y todo el verde paisaje de la plaza hacía silencio, aguardando con tristeza la noticia. En ese instante me pegaron un grito desde adentro, salí corriendo y fui a ver qué pasaba. El doctor nos lo dijo, Carlos había muerto.
Que el cana ya tenía condena es pura anécdota, que Sobisch se hizo cargo a medias también es cuento porque sabemos lo que es ese tipo. La verdad, todo lo que se diga ahora es pura palabrería, ni siquiera este texto sirve para algo. A Carlos lo mataron, la policía lo fusiló por la espalda. Él sentía que algo andaba mal, estoy seguro que lo sabía porque, como me enseñó, cuando los pájaros no cantan es para preocuparse. Terrible, pero cierto.
-
No hay comentarios.:
Publicar un comentario